
Ilustración de Harry Clarke
“Y al pecho el escapulario de la Merced”, le escuchó decir a un hombre que parecía estar cerca de ella, porque era obvio que estaba mirándola.
Estaba consciente y sabía que las cosas no habían salido bien. En vez de estar viva y en libertad, estaba inmóvil y de nuevo prisionera, pero ya no en una celda de dos por uno, sino en un ataúd. Los murciélagos, las cucarachas, los bichos en general seguían igual.
De pronto sintió como una leve caricia de calor bajo la mortaja. Trató de imaginar qué sería. Por un momento pensó que era la mano cálida de alguien que se hubiera dado cuenta de que estaba viva y tratara de salvarla. Sin embargo, el calor aumentaba y nadie levantaba la tapa. “Es la Virgen de las Mercedes que por fin me escucha”, pensó, mientras recordaba que sus dedos índice y pulgar se habían pelado de tanto pasar las cuentas del rosario. El bochorno se hacía más nítido, cada vez más perceptible, tanto que ahora parecía una ligera cosquilla. Trató de mover una mano para tocarse, pero no pudo.
Esa catalepsia que había estudiado y ensayado durante siete largos años, recostada sobre el camastro de cemento, había resultado muy bien. Fue tan real esa muerte que a escasa media hora desde la llamada a lista en el patio, sin que ella contestara, las guardianas la habían encontrado en su celda, pálida y yerta, con la cabeza rígida y los ojos cerrados. Se había asegurado muy bien de cerrarlos porque le parecía aterrador un muerto con los ojos abiertos. Las tiras la bajaron al piso con la precisión de quien saca las sábanas sucias para cambiarlas. Sintió el golpe de su cabeza al chocar con el baldosín, pero no le dolió, fue apenas como un corrientazo. La arrastraron de los pies hasta la puerta de la enfermería y la dejaron ahí con la cara apenas tapada con un trapo que olía a naftalina. Eran las cinco y treinta y cinco y El Galeno llegaba antes de las ocho. “Aquí toca esperar a que llegue el médico para poder morirse”, decían las internas. Estaba contando los segundos: 1620, 1621, 1622, 1623… quería saber cuánto lograba aguantar en esa suspensión de los signos vitales. Siempre contaba, pero ahora sí era real y sin retroceso.
3.804 segundos y vino la rutina que ya tenía calculada, tras observar lo que hacían con las muchachas muertas. Levantarla como un fardo sobre la camilla, desvestirla rompiendo la ropa con tijeras, dejarla desnuda a la vista del que quisiera pasar por la ventana o por la puerta abierta y echar una ojeada morbosa. Luego las preguntas de rutina entre la Tomba y las tiras, que dónde estaba, que a qué hora, que qué comió, que con quién dormía y los chistes. Trajeron a una del 5º que estaba pariendo y gritaba como loca. La acostaron junto a ella y le sacaron el bebé de un jalón. "Nació muerto", dijo El Galeno, "lávenla y desocupen esto, que se tome dos pastillas cada 6 horas, pero fuera de aquí, porque se puede contaminar con la 1425 (ese era mi número), no sabemos qué le pasó". “Desamparo”, dijo La Llorona. Le provocó abrazarla, llorar un rato con ella, pero no podía, en verdad parecía la única buena gente de todas las enfermeras.
Como siempre, a las once sonó el timbre para el almuerzo. Todos corrieron, incluso El Galeno. Nadie volvió esa tarde. El Necro llegó como a las once y media de la noche, 59.580 segundos, se detuvo en la puerta: 59.581, 59.582, 59.583, ya casi no podía contar todos los números, estaban muy grandes. El Necro le dio dos vueltas a la camilla, despacio, le tocó los senos, metió la mano por debajo de su trasero, apretó las nalgas, olisqueó el ambiente y escupió con fuerza. “Pensé que era la 1325, esa sí es bonita, esta cucha no vale la pena”, dijo y salió cerrando la puerta. Al otro día, a las diez y media, 99.180 segundos, según su cuenta, la metieron a un cajón y la sacaron al patio, llegó el esposo, arrastró la carga hasta la primera reja, luego la segunda, firmó papeles, contestó preguntas, la subió al carro y por fin llegó al sótano, donde estaba ahora.
No supo cuándo dejó de contar, porque no bien sintió que la dejaban quieta después de amortajarla se concentró en resucitar. Tocaba hacer un esfuerzo mental, como para despertar de una pesadilla, y lo estaba logrando.
Seguía sintiendo la cosquilla sobre el sudario, mientras el olor a cera impregnaba el aire y se metía por entre las rendijas de la caja mortuoria. El escapulario de la Merced cada vez más caliente −“Sácame de aquí, Virgencita de la Misericordia, Virgencita de las Mercedes, no me dejes en esta nueva prisión, Virgencita, Virgencita”− y el pecho caliente, cada vez más caliente, sentía que le picaba o que le rascaba, que le rasca, que le rasca −“¿Será de verdad un milagro si alguien abre la tapa y me saca? Rasque que rasque, creo que me duele, estoy despertando del todo, entonces puedo golpear para que alguien me escuche, ojalá no se mueran del susto”−. Sonrió y pudo mover los dedos, ¿de cuál mano? ¿Derecha? ¿Izquierda? No pudo saberlo, rasque que rasque.
Sintió algo húmedo, suave sobre la piel, era el cordón del escapulario −“Virgencita de las Mercedes”− rasque otra vez. Quería tocarse, tocar la imagen tal vez le hubiera dado tranquilidad, subir la mano, tocar, el trecho es corto, unos diez centímetros. Había sentido cómo le ponían las manos sobre el pecho y le dejaron los dedos entrecruzados, pero ahora no podía desprender una mano de la otra, no se podía concentrar, el escapulario le molestaba, le picaba, le ardía, era como si la mordiera: “Virgen de las Mercedes, sácame de aquí”.
Sintió como si alguien o algo le jalara la piel. ¡Virgen de las Mercedes! Lo que fuera la soltó. Los dedos se ablandaron, pudo destrabarlos, subió poco a poco y listo. Agarró algo, no es el escapulario, es algo vivo, un animal: “Virgencita, es una rata”. Sintió que la mordía y corrió hacia arriba, llegó al cuello.
La mordió, una y otra vez, logró subir la otra mano, rápido, y tocó, sintió mojado, empapó los dedos, estaban pegajosos, ya podía abrir los ojos, pero no veía nada, estaba oscuro, era mejor probar, conocía ese sabor ferroso de la sangre. Siempre que se cortaba o se pinchaba llevaba el dedo a la boca y chupaba, sí, era sangre.
“La maldita me mordió”.
Sintió como si un río corriera hacia su cuello, salía y salía, y tenía sueño.
“Escucho hasta el latir de mis arterias, Julio Flórez”, sonrió. "Tengo sueño, Virgencita, sácame de aquí, me estoy ahogando en mi propia sangre, y tengo sueño. Virgencita, que alguien abra la tapa, tengo sueño, Virgencita, tengo sueño”.
Llegó la hija, lo supo porque conocía ese olor −era el des arena de gato−. Sintió que se acercaba y tocaba el ataúd.
La muchacha sollozó y terminó gritando que el desaseo, que la humedad, que la oscuridad, que por qué la metieron en ese hueco, que hay ratas, que murciélagos, que las cucarachas, que la saquen de ahí, y ella adentro: “Virgencita, que abra la tapa, que abra la tapa, que me vea”.
Y la hija decía que esto no puede ser, que hay que subirla a la sala, y ella: “Virgencita, que abra la tapa, quiero ver a mi hija, la sangre va corriendo y tengo sueño, ¿cuánto me faltará? 1, 2, 3, 7, 11, 26, 34, 89, 120, 154, me voy a morir de verdad, Virgencita de las Mercedes, sácame de esta prisión, Virgencita de las Mercedes, 508, 509, 1815, 1816…”.
Cuando levantaron la tabla, una sola fue la impresión de ver a la mujer con el cordón enrollado en su mano y al tiempo, apenas visible, clavado en el cuello y sacudido por el chorro de sangre que brotaba cada vez más lento, el pequeño triángulo de metal con la imagen de la Virgen de la Merced.
ACERCA DEL AUTOR
Nació en Samacá, Boyacá, hace 70 años. Hija de padre santandereano y madre casanareña. Estudió hasta bachillerato en Tunja y a los 17 años se radicó en Bogotá, donde estudió derecho. Fue defensora pública por 20 años. Como escritora, ha logrado algunos reconocimientos, como ser finalista en el Primer Concurso Interdisciplinario de Arte, promovido por la revista argentina El Rescoldo.